Estoy sentado en un comedor. Cinco son las mesas en total, que parecen perderse en la inmensidad de este salón.
El tubo de neón logra a malas penas iluminar mi plato, probando atravesar la densa nube de humo de cigarrillo que flota a media altura, entre el cielo raso y el parquet gastado.
Al costado del ingreso, una mesa plegable. Sobre la misma un ordenador con pantalla, una consola de mezcla, un ratón y algunas revistas deshojadas. Detrás de esta un taburete y sobre el sentado, un señor de mediana edad. Con una mano manipula el ratón, buscando el texto en la pantalla u ordenando las canciones sucesivas. Con la otra se aferra a un micrófono, el cual lleva a rozar su boca. El canta. Lleno de pasión. Su mímica cuenta de un dolor, en el refrán el cierra sus ojos y acaba con una tímida sonrisa cada oración.
Su voz es agradable, los tonos parecen ser acertados, no obstante retumben y suenen huecos en el vacío del salón.
En la única mesa ocupada se hallan sentados cuatro hombres. Todos de espaldas al músico, y orientados en una sola hilera hacia la sala.
Todos callan. De hecho, tres de ellos están mirando fijamente al vacío. El cuarto, con sus ojos cerrados ya ni mira. Supongo que estarán siguiendo la letra de la canción.
El primero tendrá unos sesenta años de edad. Su punto culminante laboral, lo tuvo poco antes de la independencia del país. Era activista del Partido Comunista. En ese momento él era joven y lleno de energía. Pensó que su futuro estaría asegurado, pero luego todo cambió. La maldita caída del muro. Sus compañeros lograron cambiar en tiempo, pudieron dejar el barco que se hundía. Hoy en día, todos operan con éxito en la industria y en el comercio del sector privado. Bueno, privado por así llamarlo, ya que todas las empresas de alto rendimiento económico se siguen de hecho sirviendo de la caja pública. Todos sus ex compañeros se convirtieron en exitosos empresarios, millonarios. Sólo él se quedó sin la torta, y para el pán apenas ya le alcanza. Los años sucesivos a la caida del muro, probó a acomodarse, golpeó puertas y portones, pidió recordar las viejas épocas y los ideales en común.
-Tu no vas con el tiempo, tu no has cambiado! le respondieron los líderes de hoy, y a los pocos meses ya ni lo recibieron en sus despachos. Él mira al vacío mitras sus pensamientos, tal vez con nostalgia, tal vez con rencor, parecen bailar esta balada entre las nubes de vapor.
El segundo, que también está inmóvil, fija con su mirada el vaso de Vodka a medio acabar. Su carrera profesional es la menor preocupación que lo acompaña. Tendrá unos cincuenta años de edad. Bajo los soviéticos, manejaba un camión para el servicio postal y luego de la revolución paso a ser cartero. Sí es por las historias de barrio y los paquetes y cartas repartidos, en un suburbio de la ciudad, el podría hoy en día escribir un libro. Pero no lo hace. Fué siempre muy reservado. Todo su pesar y su pensamiento se canaliza en su matrimonio fracasado. Y probablemente, la letra de la canción que el hombre detrás de la mesa al lado de la entrada, ahora con los ojos totalmente cerrados, está entonando, probablemente esta misma canción le llegue profundamente al corazón. Con su mano derecha, él hace girar su copa, como un trompo de veloz. De repente la frena y de un solo trago vacía el resto, mojando su dolor.
El tercero aún lleva puesta su chaqueta del trabajo. Él creció en los años 90. Acerca de la ocupación soviética y el comunismo sabe bien poco. En la escuela, poco se ha informado al respecto. Entre sus familiares, hay quienes lo añoran y quienes lo detestan. Sin embargo, el siempre se quiso disociar el. Él es el único que en la mesa no sabe hablar ruso, y también el único que está aprendiendo Inglés con ambición. Mientras el cantante repite su refrán, el tercero repasa mentalmente su agenda del día de hoy. Por cual motivo el se halla sentado en esta mesa no lo sé. Tal vez sea un miembro del club barrial de ajedrez, tal vez esté buscando colaboradores para montar alguna cadena de ventas a base de comisiones. No lo descubriré jamás.
El caurto, bueno el cuarto ha tenido otro día ajetreado. Bebió. El bebe desde la mañana hasta la noche. 365 días al año. Sesenta años de edad se le podrían dar con facilidad, pero en realidad sólo tiene 39. Su piel está curtida, sus ojos y su cara hinchados por el alcohol. Su cabeza cuelga hacia adelante por encima de un cenicero en el filo de la mesa, que amenaza con desbordar. De sus labios cuelga un cigarrillo, próximo a apagar.
Con una larga sílaba en Sol, con el último aliento para acordar, el cantante termina la canción.
Los cuatro entreabren sus ojos y erigiendo algo su postura, aplauden al solista por su presentación.
El camarero, en un rutinario y desganado paso se acerca a la reunión, y sin cambiar o llevarse las vacías, abre otra botella y la posa en la mesa.
Ordeno con una mano alzada la cuenta, la pago y cerrando la puerta detras mío me pongo en camino a casa paseando, de noche, por las calles iluminadas de Bakú.
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